jueves, 24 de septiembre de 2015

Teorías de la Intervención Arquitectónica

Fieles a nuestro compromiso con el patrimonio, aceptamos encantados la petición de escribir un artículo sobre el proyecto que se realizará junto a la Torre Cajasol y que tanto revuelo está causando entre las asociaciones en defensa del patrimonio sevillano. El proyecto de Vazquez Consuegra plantea la completa desaparición de los accesos de la Expo 92 que existen en el lugar de la intervención, sin atisbarse ninguna intención de integración de estos elementos, algunos de ellos protegidos urbanísticamente como es el caso de las farolas vela.

Imagen del blog Cultura de Sevilla

Desde el Aula de Patrimonio de la Escuela de Arquitectura buscábamos con este artículo hacer una aportación sobre los procesos de intervención arquitectónica que permita a los ciudadanos tener una base teórica con la que poder analizar proyectos que afectan a su patrimonio. Documentándonos para realizarlo hemos topado con un magnífico texto de uno de nuestros maestros, Ignasi Solá-Morales, que resume las diferentes Teorías de la Intervención Arquitectónica. De sus palabras podemos extraer la enorme complejidad que supone lidiar con el patrimonio existente y la responsabilidad del arquitecto de dar una respuesta "dejando hablar al edificio". No podemos más que tomar prestadas sus palabras para hacerlas llegar a todo aquel interesado en el Patrimonio. Esperamos que estas lineas os sirvan para mirar desde otras perspectivas e imaginar cómo sería ese proyecto si hubiera pasado por manos de, por ejemplo, Viollet le Duc o John Ruskin entre otros.


Ignasi de Solà-Morales

Mi intención es la de hacer una introducción a este ciclo, que ha sido programado de manera muy interesante, y por cuya iniciativa felicito a sus organizadores. El primer planteamiento intentará establecer un marco de referencia, máximamente general, en el que se entienda el tema de la intervención arquitectónica. Porque me parece que la primera dificultad está justamente en la vaguedad y en la imprecisión del término «intervención» y aseguraría que hay dos sentidos: primero, en un sentido general, cuando hablamos de intervención, debería entenderse cualquier tipo de actuación que se puede hacer en un edificio o en una arquitectura. Las actuaciones que sean de restauración, de defensa, de preservación, de conservación, de reutilización, etc. etc., todas ellas podrían ser designadas con un término máximamente general que sería justamente el de «intervención». Éste sería un primer sentido, del que establecería tres momentos diferentes en las maneras de entender qué tipo de relaciones se pueden establecer en la obra ya construida con el fin de que esta siga teniendo algún tipo de vigencia. En segundo lugar, con significado más restringido y más específico, la idea de intervención comportaría la crítica a las otras ideas anteriores, es decir, a las ideas que traducirían la intervención como restauración, como conservación, como reutilización, etc. Hay por lo tanto un conflicto que es el conflicto de las interpretaciones. En realidad todo problema de intervención es siempre un problema de interpretación de una obra de arquitectura ya existente, porque las posibles formas de intervención que se plantean siempre son formas de interpretar el nuevo discurso que el edificio puede producir. Una intervención es tanto como intentar que el edificio vuelva a decir algo y lo diga en una determinada dirección. Según la forma en que la intervención se produzca los resultados serán unos u otros. Que la intervención significa por lo tanto interpretación y que estas interpretaciones pueden ser diversas nos lo prueba, incluso, esta diversidad terminológica con la cual los problemas de la intervención acostumbran a presentarse. Ya he citado antes que cuando se habla de restauración, de defensa, de conservación, de reutilización, de preservación, etc. etc., estos conceptos significan cosas diferentes, pero a veces son criterios que se solapan; sobre todo, detrás de cada uno de ellos hay en realidad toda una concepción de la intervención en el edificio y de la interpretación que esta intervención plantea. En el fondo me parece que estoy diciendo algo bastante sencillo: que si la intervención es el término máximamente general, es necesario considerar las formas de la intervención como formas de interpretación diferentes. Quisiera, hoy, referirme a estas interpretaciones, a estas diferentes traducciones de la idea de intervención que se han producido desde que la arquitectura es una actividad reflexiva y con una conceptualización suficientemente general como para hacerse cargo de este problema.

El primer momento en el que la intervención se plantea como un problema que pide una cierta forma de teorización y, por lo tanto, una definición de cuál es la relación entre la intervención y la arquitectura existente, es, sin duda, el momento del Clasicismo. Es el momento que se inicia con la definición renacentista de la arquitectura, porque en todo lo que sucede antes, la relación entre intervención y el edificio previamente existente es en realidad una relación absolutamente impremeditada. Una relación en la que no hay ninguna consideración por la condición existente, como no se trate de la consideración según la cual el edificio es una pura base material sobre la que instrumentar una nueva arquitectura. Lo que sucede en la arquitectura griega, romana, y en arquitecturas incluso anteriores, es, o que se construye sobre otras arquitecturas previas, sin más consideraciones, o que se utilizan las arquitecturas como simples canteras, como simple cantidad de materiales disponibles para realizar una nueva operación de arquitectura. En cualquier caso ninguna consideración historiográfica sobre el valor de lo existente sino la simple consideración material del edificio, ya sea como soporte de una nueva operación, pensada siempre de nueva planta, ya sea como pura condición material de la construcción de otro edificio. El ejemplo de los edificios, la Acrópolis de Atenas, donde se van superponiendo las edificaciones sin que haya en realidad referencias previas de unas con otras como no sea en tanto que condiciones topográficas, sería un ejemplo muy claro de este tipo. Otra situación es la de la pura aditividad, sin ninguna consideración o reflexión sobre el edificio existente, que es todo lo que ofrece la arquitectura medieval. Esta, en su proceso de yuxtaposición, manifiesta que no hay ninguna consciencia refleja ni del significado ni de la diferencia que pueda darse entre la arquitectura ya existente y la nueva operación. Por ello, la historia de la construcción de las catedrales es siempre una operación de yuxtaposición, en la cual ninguna condición crítica aparece en el momento de intervenir sobre una estructura ya iniciada o sobre una estructura que apunta una determinada lógica, sino que se superpone con la mayor violencia y sin ningún tipo de reflexión previa una nueva estructura sobre la arquitectura ya existente.

Esta condición refleja aparece, por primera vez, en el momento en que hay una conciencia de la historia. Si se quiere, de una manera muy esquemática, casi mítica, la conciencia de la diferencia, es decir, el hecho de que hay un pasado y un presente, y que las condiciones del pasado son diferentes de las del presente, y que por lo tanto la intervención las ha de tener en cuenta, a favor o en contra, para asumirlas o para distanciarse de ellas: ésta es justamente la situación renacentista. Una conciencia de la historia extraordinariamente esquemática, puramente dualística, en la cual existe un pasado mitificado que es la antigüedad y otra realidad tenebrosa, negativa que ha de ser justamente considerada como la contraimagen de aquella realidad positiva encarnada por la antigüedad y que es toda la realidad de la ciudad y de la construcción medieval. La nuova maniera, la que propone los artistas del Renacimiento, es una forma de conciencia de esta antigüedad con todo el carácter elemental y en absoluto analítico que ello supone, pero es ya una forma de enfrentarse con unas determinadas arquitecturas para calificarlas negativamente y con otras para calificarlas positivamente.

Todo esto ¿qué significa? Significa que se plantea por primera vez la actuación de arquitectura desde una consideración crítica respecto al lugar donde se interviene y a las condiciones que este lugar ofrece. El problema de la conformitas, es decir, de la coherencia o incoherencia respecto a las condiciones existentes, es la cuestión central en las intervenciones arquitectónicas que se producen en un paisaje ya existente. Me atrevería a decir que este problema de la conformitas, es decir, de la lectura crítica de lo existente para definir una manera de intervenir, es característico de toda la arquitectura del Clasicismo. En realidad significa la posibilidad de manifestarse como tal y de manifestarse en la universalidad de su proyecto. Efectivamente, la intervención sobre la realidad construida que la arquitectura del Renacimiento plantea es una intervención cuyo objetivo es unificar la totalidad del espacio como escenario de la vida humana. Esto significa subsumir bajo este proyecto de unidad la diversidad y la dislocación, la multiplicidad que la ciudad antigua y, sobretodo la ciudad medieval, ofrecía. Las intervenciones, ya sean puntuales, ya sean más intensamente unitarias, significan siempre el intento de releer esta realidad construida ya existente para intervenir sobre ella con un instrumento que es el proyecto de arquitectura para, a través de esta intervención, conseguir la unificación del espacio de la ciudad.

Como ejemplo característico quisiera hacer referencia a través de unas imágenes, a un proyecto del momento inicial renacentista, enormemente significativo de esta forma de lectura crítica de la realidad física existente. Me refiero a una de las primeras obras de Alberti, que es en realidad una operación de intervención sobre un edificio ya construido. Se trata de la intervención sobre la Iglesia de San Francisco, en Rímini, para la construcción de lo que tenía que ser el templo celebrativo a la familia de los Malatesta. Como sabemos, este edificio, nunca acabado, no se construye de nueva planta sino que se construye sobre la base de una iglesia de estructura lombarda con nave única y absidiolos laterales y la intervención de Alberti se planta sobre esta estructura existente. La primera cosa que nos llama la atención es que, aunque la intervención de Alberti es tremendamente contundente y fuerte respecto a la estructura previamente existente, en realidad esta intervención se efectúa ciñéndose a su estructura física previa. La modificación de Alberti, sin embargo, es una modificación que tenderá a variar su significado global en el sentido de introducir otro sistema de proporciones y otro sistema de connotaciones. Las pretensiones de Alberti las conocemos aproximadamente a partir de un medallón realizado durante la construcción en el que se nos da una imagen de lo que Alberti pensaba alcanzar en esta intervención sobre el viejo edificio de la Iglesia de San Francisco. En realidad pensaba en transformar el espacio longitudinal de la primitiva iglesia con una operación que lo hiciera decididamente centralizado bajo una gran cúpula, evidentemente inspirada en el panteón y que tenía pues una relación con el problema de la definición del espacio central como desideratum, como modelo óptimo en la construcción de la iglesia. Pero también esta operación se efectúa con suficientes dependencias como para que, por ejemplo, el tema de elevación del nivel del edificio respecto al suelo no se produzca, sino que Alberti condicione el modelo genérico que aquí intenta desarrollar a las condiciones concretas del edificio ya existente, al nivel, aunque el arco triunfal de triple H que origina la composición de la fachada esté elevado sobre un podio y en cambio la puerta central quede partida respecto a este podio, de manera que se produce una manifestación de las condiciones previas que el edificio tenía. Todo él introduce una tensión entre el modelo ideal, que es el modelo del templo colocado sobre un podio, a partir del cual arrancaría el tema del arco triunfal en la fachada principal, o el tema de la arquería romana en las fachadas laterales, quedando contrapuesto a la relación mucho más directa que el pavimento de la antigua ofrecía y que en realidad se conserva en esta intervención justamente como uno de los elementos que permiten identificar la dependencia que esta operación de intervención tan potente ha provocado sobre el edificio existente. Esta tensión queda también patente en la voluntad de mantener la doble estructura de muros lateral, de manera que la yuxtaposición quede claramente expresada sin pretender que la nueva estructura haga desaparecer a la anterior, o por el contrario, provocando una pura colisión; el refinamiento de esta intervención está en el superpoder con toda su contundencia, con todo el rigor, el nuevo modelo al edificio existente, evidentemente modificándolo, cambiándole el sentido pero sin aniquilarlo, sin negarlo del todo.

Lo que interesa sobretodo es ver en este ejemplo una manera de intervención extraordinariamente potente que se produce en un cruce de problemas. Por un lado, el problema de la mímesis, es decir, el problema de la recreación de una arquitectura que es llamada en auxilio de la nueva operación. Esta es la arquitectura clásica, como un gran bloque unitario, que es citada a través del tema de la cúpula, de la fachada interpretada como un arco triunfal, etc. Pero, por otra parte, es necesario ver la operación creativa concreta, la traducción de una manera determinada de esta operación mimética, en el momento en que esto se ha de producir sobre una realidad previamente existente. Digamos que nos encontramos ante un tipo de intervención que se produce desde la seguridad de un nuevo lenguaje. De un lenguaje que se presenta como absolutamente cerrado en sí mismo, que tiene su propio sistema connotativo, que tiene su propia sintaxis, pero que en el momento de intervenir no interviene en el vacío sino que interviene sobre las arquitecturas de una ciudad existente con el fin de someterlas y subsumirlas en este proyecto unitario que la arquitectura del Clasicismo comporta.

Me parece que el problema general que en la arquitectura del Clasicismo y en su intervención sobre los edificios se plantea es la de una intervención hecha desde la seguridad y desde la congruencia de un proyecto bastante definido como para saber qué objetivos se propone. Evidentemente esto se puede decir de una manera máximamente radical en ejemplos como el citado, mientras que seguramente la historia del Clasicismo nos ofrecerá un conjunto de situaciones más diversificadas que ésta, que quizás debería considerarse como una situación límite. No sólo los casos como el de esta intervención tan contundente y casi, diríamos, tan totalitaria de la nueva estructura sobre la vieja, sino también las situaciones de mayor contaminación, las situaciones de hibridez, por así decirlo, que se producen en ejemplos contemporáneos o posteriores, en los cuales el diálogo con el gótico es un diálogo mucho menos acaparador, mucho menos potente, llegando en algunos proyectos a dejarse penetrar por la vieja estructura de una manera más fuerte. Todo este diálogo, sin embargo, se produce siempre desde una postura que tiene un universo y unos objetivos definidos, que son la construcción de una ciudad homogénea. Así, el objetivo propio de la operación renacentista nos definiría un primer mecanismo en el cual la arquitectura es un instrumento de intervención que tiene en sí mismo su propia congruencia, encarándose y debatiéndose contra las estructuras existentes, pero no para respetarlas en su diversidad, sino para subsumirlas en un proyecto de ciudad que ha de tener una unidad propia. Evidentemente, éste es el momento arquitectónico por excelencia en la medida en que la nueva arquitectura, lanuova maniera tiene todas las posibilidades, tiene toda la potencia y toda la seguridad, al menos hasta que las dudas manieristas o las angustias barrocas vengan a complicar las cosas. La arquitectura tiene toda la seguridad de un proyecto establecido en un principio y que en cualquier caso se permite dialogar más o menos con lo existente pero sin renunciar nunca a la unidad de este proyecto con el cual se encara a la ciudad gótica.

Una situación absolutamente diferente, en cambio, es la situación que nos ofrece el momento en el que la intervención se convierte en restauración. En su definición de lo que es la restauración, Viollet-le-Duc compara el problema de la restauración con el desarrollo que en su tiempo tenían las ciencias positivas como la anatomía comparada, la lingüística, la antropología, la geología, la arqueología; todas ellas son para Viollet trabajos de disección de diferentes áreas de la realidad con el fin de clasificarlas y ordenar el conocimiento a partir de operaciones de taxonomía, es decir, clasificación morfológica. También la arquitectura tiene la posibilidad de realizar operaciones similares a través del conocimiento positivo de su pasado. Pensamos que detrás del pensamiento de Viollet hay todo el hegelianismo que en la cultura del positivismo del siglo XIX significa entender la historicidad de toda la realidad y la posibilidad de entender sólo históricamente esta realidad.

¿Cómo se plantea entonces la relación con los edificios previamente existentes? No se plantea desde la seguridad de un proyecto previamente establecido, sino desde la neutralidad del planteamiento positivo; es decir, desde la polivalencia, desde la multiplicidad de las lógicas internas que este conocimiento positivo de las arquitecturas del pasado ofrece. Según Viollet, nuestra relación con los monumentos de la antigüedad o con cualquier edificio existente, ha de partir de una operación lógica que entienda su propio discurso. No un discurso que se le pueda imponer desde el exterior sino, al contrario, que sea el resultado de escuchar la voz que en una determinada arquitectura se encuentra materializada. La intervención en el edificio desde el concepto de restauración se produciría no como una invasión a partir de un proyecto previamente establecido, como el que era propio de la intervención renacentista, sino que se partiría de una especie de suspensión previa a todo juicio, de una situación de neutralidad absoluta del arquitecto respecto al edificio existente para que el edificio se manifestara por sí mismo y hablara desde su propia lógica. Este sería el camino, el método, para alcanzar una justa posibilidad de sacar el máximo partido de cualquier edificio previamente existente. Como se sabe, Viollet dice aquello que tanto ha irritado a los restauradores posteriores: que la restauración propiamente no es limpiar el edificio o volverlo a hacer tal como era, sino en cualquier caso acabarlo de hacer tal como debería haber sido. El problema de la restauración para Viollet no es tanto un problema de fidelidad historiográfica, con el fin de volver a colocar las piedras donde estaban o de acabar el proyecto tal como se había proyectado, sino de dejar que el edificio desde su propia lógica, la lógica de estilo, se acabe a sí mismo, manifieste su congruencia interna a través de una operación de restitución de aquella transparencia interna que los estilos comportan o han comportado en el transcurso del tiempo.

Esta concepción, a pesar de los abusos y las posibilidades de arquitecturas pastiche que ha producido, tiene un elemento enormemente interesante que es el de la introducción de la cultura positiva y el de la comprensión de que el edificio existente tiene ya por sí mismo una lógica sin intentar superponer un discurso diferente. En cualquier caso, los problemas que se plantean en la restauración serán los del conflicto cuando se trate de edificios que son simultáneamente cosas diversas, porque entonces será preciso averiguar y decidir cuál es la estructura dominante, cuál es la matriz fundamental sobre la que se levanta el edificio, para prescindir de aquellas cosas que serían sobrevenidas o secundarias, quedándonos pues con la ley interna más potente, que sería la que tendría que dominar la operación de restauración.

Restauración, por lo tanto, en este momento es todo lo contrario de la intervención activa del arquitecto; es dejar hablar al edificio por sí mismo y creer que en el edificio ya hay una lógica que de algún modo tiene una potencia su posibilidad de terminación y plenitud. Evidentemente, ésta es la actitud desarmada que la estética hegeliana caracterizó justamente como del fin del arte como producto creativo del espíritu. Si Hegel había hablado de la muerte del arte como una característica de la modernidad, de alguna manera Viollet sería el mejor testimonio de ello en la medida en que, más que de una operación de creación artística, o de nueva aportación arquitectónica, de lo que se trataría en la restauración sería de hacer de comadrona del propio edificio para que diga lo que lleva dentro, y por lo tanto, una operación fundamentalmente técnica, más que creativa; una operación puramente de ayuda, de clarificación, de distinción, un trabajo analítico para que el edificio hable por sí mismo y de alguna manera él solo explique cómo acabarlo. Esta, repito, es una condición de todas maneras enormemente significativa de la distancia y de la dificultad en que puede hablarse aún de creación arquitectónica. Porque aquí la creación arquitectónica se retira como tal creación, no ofrece una contrapropuesta sino que, al contrario, se ofrece sólo como una posibilidad técnica para desarrollar lo que ya existe previamente. Es la angustia histórica ante la imposibilidad de disponer de un programa colectivo vehiculado a través de la arquitectura, y que la justifique, lo que en este caso hace de la restauración una facultad puramente técnica.

Pero es curioso que casi simultáneamente o con poca frecuencia en el tiempo asistimos a un planteamiento aún más dificultoso o más angustiosamente distante respecto a toda posible intervención activa en el edificio con los planteamientos de un contemporáneo de Viollet que es John Ruskin. La actitud de Ruskin significa ya no sólo la negación de que haya una contrapropuesta con la que enfrentarse al edificio existente, sino incluso la negación de cualquier acción como una acción positiva frente a los edificios existentes. La obra de arte es una obra intangible y es una supervivencia de un gran naufragio que debe preservarse de la mejor manera posible. Nada hay que hacer ni para completarla, ni para mejorarla, ni para ponerla de manifiesto. Lo único que es posible es guardar sus restos, guardarlos hasta que sobrevivan, pero en absoluto tocarlos ni intentar prolongar su vida más allá de lo que sus propias fuerzas puedan ofrecer.

El planteamiento de Ruskin es enormemente importante porque tal como explicaré seguidamente es el que ha marcado con más fuerza la concepción de la intervención arquitectónica en los tiempos contemporáneos.

La obra de arte se presenta como un vestigio de un momento en que la creación artística aún existía. En lo que Viollet y Ruskin coincidieron sería en la lucidez de saber que el tiempo de la creación artística es un tiempo periclitado, y con esto ambos serían profundamente hegelianos. Pero lo que en un caso se necesitaría sería una especie de fórceps, una ayuda para que lo que aún quedara de aquella creación acabara fructificando, mientras que en el otro caso ya no es un fórceps sino más bien un preservativo —es decir, algo que únicamente evite la destrucción de los gérmenes que puedan quedar de aquella obra de arte que la historia ha hecho llegar hasta nosotros— es lo que debe instrumentalizarse.

Estos dos planteamientos que pueden parecer ideológicos o muy generales, tienen en realidad traducciones muy concretas en la formulación de la teoría de la conservación de los edificios históricos tal como desde finales del siglo pasado se ha entendido en la cultura arquitectónica. La formulación de la teoría de la conservación es en realidad un proceso que arranca de la confluencia entre las enseñanzas violletianas y las enseñanzas ruskinianas, es decir, de las teorías de la restauración y de las teorías de la preservación, con el fin de llegar a la formulación de los criterios con los cuales la cultura más o menos oficial de nuestro siglo ha entendido que era necesario afrontarse a los edificios históricos existentes.

¿Cómo se ha formulado la teoría de la conservación tal como nos llega a nosotros y tal como hoy los organismos internacionales para estas cuestiones lo plantean aún? Fundamentalmente a través de la formulación de unas escolásticas de la valoración de los edificios del pasado, a través del concepto de conservación como concepto central.

A finales del siglo pasado Camillo Boito, primer especialistas en estas cuestiones, que formula una síntesis entre las posibilidades que el violletismo y el ruskinianismo ofrecían, define el código para la restauración que fundamentalmente afirma lo siguiente: por un lado, debe preferirse, en principio, la conservación a cualquier operación más compleja, es decir, que en los edificios históricos son preferibles siempre las operaciones más sencillas o las operaciones más complejas; de manera que si es posible, para decirlo de manera caricaturesca, una simple repintada, que no se hagan obras; y si es necesario hacer obras debe evitarse, si se puede, que sean de estructura; y si lo son que afecten lo menos posible a las componentes más generales, etc. etc. Es decir, la ley de la mínima intervención en el edificio como primer criterio de conservación. Un segundo criterio será el de conservar no sólo la matriz esencial del edificio, y con esto se separa claramente de las doctrinas de Viollet, sino que debe conservarse todas las aportaciones que tengan una mínima consistencia a lo largo de la historia del edificio. En tercer lugar, y ésta es la manifestación de esta inseguridad ante la historia del propio edificio, toda nueva intervención si ha de producirse tiene que ser absolutamente neutra respecto al edificio existente. Deberá ser diferenciada para que se note que ha sido una intervención a posteriori y por lo tanto deberá hacerse con materiales diferentes, con texturas diferentes, con todos los recursos que permitan, en principio, diferenciar absolutamente lo que sean nuevas aportaciones al edificio de lo que sea su existencia anterior.

De estas características se deriva posteriormente una escuela, fundamentalmente en Italia, especializada para la conservación y que será la que tendrá un peso decisivo cuando, en el año 1931 se formule la Carta de Atenas, dedicada al problema de los edificios históricos. En este documento se repetirán bastante exactamente los argumentos de Boito añadiendo, quizás, otra cuestión que es la de cómo se compagina el problema de la conservación de los edificios existentes respecto a dos cuestiones importantes. Una respecto a las nuevas tecnologías; la respuesta a este punto es la siguiente: las nuevas tecnologías son útiles siempre y cuando sirvan para mantener el carácter del edificio existente y siempre y cuando no alteren, no adulteren, este carácter previamente existente, lo cual significa que, en principio, si más o menos a escondidas los pilares que eran de piedra pueden ser de hormigón, no hay ningún problema; si más o menos a escondidas se pueden pasar los tubos de una calefacción, no hay ningún problema; si más o menos a escondidas se pueden sustituir las piedras por piedras artificiales, tampoco hay ningún problema, pero eso siempre y cuando estas modificaciones técnicas de la estructura de hormigón o de las instalaciones más sofisticadas, o de la piedra no alteren el «carácter». La segunda característica nueva de la Carta de Atenas del 1931 respecto a las primeras formulaciones de Boito sería la del tema del contorno. En realidad el edificio no es tal edificio solitario, sino que es un artefacto colocado en un contorno. El edificio propiamente no es una arquitectura sino que es parte de un «ambiente» y lo que debe preservar, lo que debe conservar no es propiamente los edificios sino los «ambientes». Como sabemos, esto tiene un origen bastante bien definido que es el del urbanismo historicista, especialmente el de Camillo Sitte. Por otra parte, Giovannoni, que fue de los que tuvieron un peso más decisivo en la elaboración de la Carta de Atenas, era un defensor acérrimo del urbanismo historicista como un instrumento imprescindible en la formulación de una teoría, que se denominó «científica», de la conservación. Según este principio, el edificio queda desdibujado en su perfil y queda incluido en un ámbito más amplio que es el del contorno, de manera que lo que se plantea entonces lógicamente es la permanencia de estos contornos.

Esta es una doctrina que se ha transformado modernamente en un estereotipo y que, enunciada en la Carta de Atenas, fue recogida casi sin cambios sustanciales en el texto de Venecia de 1964. Efectivamente en la llamada Carta de Venecia del año 1964 de la conservación, hay diversas cosas significativas. Primera, que el término restauración procedente de Viollet desaparece definitivamente y en cambio toma más y más importancia el concepto de conservación. La segunda cosa es que esta conservación se hace finalmente conservación del ambiente y que de lo que se trata es de mantener, de conservar los ambientes en su totalidad y por lo tanto de no modificar, no sólo ya las grandes arquitecturas, sino también las arquitecturas menores que se consideran componentes tan necesarios como los otros del ambiente total. Evidentemente esto significa cambios muy importantes en las maneras de intervenir, porque significa que en absoluto puede avanzarse hacia el aislamiento del edificio singular o del monumento, sino que casi es necesario conservar las áreas completas en su intangible forma tal como se presentan históricamente. Toda idea de intervención que tienda a cambiar esto es, en principio, una idea tremendamente peligrosa.

¿A qué situación hemos llegado hoy a partir de todo esto? Yo creo que hemos llegado a una situación absolutamente inviable en las actitudes de conservación. Debe señalarse que seguramente una dificultad grave, pero también un alivio, ha dado posibilidades de subsistir a los conservadores: la ausencia de planteamientos explícitos en el Movimiento Moderno respecto a estos problemas. El origen debe buscarse en la historicidad del Movimiento Moderno. En la medida en que el Movimiento Moderno era insensible al discurso histórico, la vanguardia arquitectónica del siglo XX se presenta como absolutamente impermeable a estos problemas. Puede hacerse el ejercicio de pensar en los grandes personajes de la arquitectura del Movimiento Moderno y advertir hasta qué punto han dicho muy pocas cosas respecto a este problema o, en cualquier caso, las que han dicho han sido tremendamente distantes. Esto seguramente ha dado más larga vida a la actitud de la conservación y, por otra parte, las políticas respecto al patrimonio arquitectónico que se están llevando a cabo por toda Europa, en realidad, están dominadas por los estereotipos de la conservación. En principio la literatura de los periódicos, las preocupaciones se expresan en los congresos de especialistas, las políticas oficiales de los Monumentos Históricos o de nuestras Bellas Artes, etc., tienden a ser exactamente la traducción práctica, administrativamente organizada, de políticas de conservación sobre los patrimonios arquitectónicos existentes. Que esto en realidad son políticas de intervención importantes es evidente.

Si comparamos la Carta de Atenas del 31 con la Carta de Venecia del 64, seguramente una de las novedades de la segunda respecto a la primera, quizás la más importante, es la idea de la reutilización como una política que debe ponerse en funcionamiento. En realidad, esto no es más que una consecuencia lógica de los planteamientos anteriores, porque a la idea de conservación para evitar que se produzca la degradación. Justamente porque se tiene una concepción conservativa de la arquitectura histórica, conviene de alguna manera inyectarle como sea mecanismos de reanimación para que no se produzcan procesos de degradación. En el límite, desde el punto de vista arquitectónico, operaciones como la de Bolonia serían operaciones de este tipo (la del centro histórico), ya que no encontramos otra cosa que una potentísima operación de reanimación, concebida con un concepto de arquitectura, absolutamente de conservación, de apuntalar por dentro el esqueleto de los edificios, de mantener en principio las apariencias o el ambiente o el contorno de los conjuntos sin proponer, en cambio, operaciones más decididas o más predeterminadas respecto al patrimonio existente.

Pero esto, ¿adónde ha llevado? Ha llevado a una cosa bastante dramática, que es un comercio, una manipulación, un desorden sobre las arquitecturas históricas hechas con ausencia absoluta de todo criterio de arquitectura. En realidad los conservadores ser presentan como especialistas, lo que representa un primer motivo de sospecha, y se destacan del trabajo de la arquitectura sin más, y por otro lado se plantean, se presentan como tales especialistas en nombre de una especie de especialización que no tiene un cuerpo teórico mínimamente sólido. Puede hacerse la prueba de coger cualquier libro de los que hablan de restauración y darse cuenta de su absoluta inconsciencia; de que son pobres manuales de arquitectura para uso especializado de los restauradores sin otro contenido específico que el de ser una versión simplificada de los problemas genéricos de la arquitectura. Por otra parte, digamos, tampoco la actitud de los conservadores introduce criterios de intervención que no sean los del puro mantenimiento, que en realidad es la postura menos arquitectónica que puede llegar a imaginarse.

Me parece que el problema en el que nos encontramos en la actualidad es el de repensar nuestra relación con los edificios históricos. Es preciso pasar de una actitud en el fondo evasiva y cada vez más distante, propia de la protección-conservación, a una actitud de intervención proyectual. Me parece que lo que debe hacerse es reconsiderar si no hay una manera específicamente arquitectónica, y arquitectónica sin adjetivos, de enfrentarse con la arquitectura histórica y de responder ante ésta a partir de incorporarla a un proyecto de futuro con una mínima congruencia. Seguramente con esto, la enseñanza de las situaciones anteriores es suficientemente clarificadora. En el momento clásico se ponía de manifiesto cual era esta actitud proyectual previa que se enfrenta con el edificio sin necesidad de ayudas externas y con la seguridad de que los instrumentos de la arquitectura pueden dar respuestas. La cultura positiva nos ponía de manifiesto, en cambio, las posibilidades de que el conocimiento científico y codificado que la historia de la arquitectura hoy nos ofrece, nos permite también enfrentarnos, no de un modo ingenuo, ni tampoco míticamente como en la arquitectura del Clasicismo, sino desde un conocimiento preciso del artefacto arquitectónico existente. Me parece que al repensar el problema de la intervención en el patrimonio arquitectónico, en absoluto podemos considerar aquel primer momento clásico y el segundo momento positivo como componentes mutuamente excluyentes, sino al contrario, como dos momentos que tienen lecciones diferentes a darnos. Me parece que si debe formularse hoy alguna orientación en el tema de la intervención convendría hacerlo bajo estas dos coordenadas. Por un lado, una primera coordenada que es que los problemas de intervención en la arquitectura histórica son, primero y fundamentalmente, problemas de arquitectura y en este sentido la lección de la arquitectura del pasado es un diálogo desde la arquitectura del presente y no desde posturas defensivas, preservativas, etc. La segunda lección sería la lección del positivismo posthegeliano: sería la lección de entender que el edificio tiene capacidad para expresarse y que los problemas de intervención en la arquitectura histórica no son problemas abstractos ni problemas que puedan ser formulados de una vez por todas, sino que se plantean como problemas concretos sobre estructuras concretas. Quizás por ello, dejar hablar al edificio es aún hoy la primera actitud responsable y lúcida ante un problema de restauración.

Quaderns d’arquitectura i urbanisme, nº 155, Colegio de Arquitectos de Cataluña, Barcelona, 1982.